Querida Rosa:
Últimamente me acuerdo mucho de ti, y hoy se me ha ocurrido rememorar esa vieja costumbre que teníamos de escribirnos una carta por semana. El otro día estuve cenando con mis padres y con María, y como todas las veces anteriores desde que tengo memoria, entre otras muchas cosas, saliste tú como tema de conversación. No sé si eres consciente de cuánto se preocupan mi madre y María por ti. Es normal que las dos mejores amigas de tu madre quieran asegurarse de que te va bien, de que eres feliz. Hablaron de tu relación, de que ya habías llevado a tu novio a casa de tus abuelos, de que se te veía bien a pesar de lo duro que había sido tu primer año en la universidad. Después estuvieron recordando viejos tiempos, una vez más.
Y eso es lo que he estado haciendo yo también. De vez en cuando me pongo nostálgica, y revivo en mi mente algunos de los muchos momentos que pasamos juntas. Como cuando jugábamos en la piscina de Puigmoreno haciendo coreografías dentro del agua y se las enseñábamos a nuestras madres. Me acuerdo de que hablábamos con palabras que tú inventabas y escribíamos con una clave que inventé yo. De que jugábamos en casa de mi abuela a vender y comprar los pañuelos de tela que guardaba en un cajón. Tenía tantos... O de cuando comprábamos chuches en la Flora, nos sentábamos en el escaparate de Pinturas Herrera a comérnoslas, y después quemábamos la bolsa en el suelo. Yo creo que comíamos chuches sólo por la bolsa. "Huele a cumpleaños". Era casi como un ritual, había que decirlo. ¿Y te acuerdas cuando veíamos pasar al "chico del abrigo rojo" y sus amigos, y les seguíamos para ver a dónde iban? No sé cómo, pero acabaste averiguando hasta el mínimo detalle de su vida, y de la de sus amigos. ¿Qué habrá sido de él? Hace años que no le veo por la calle, supongo que seguirá estudiando fuera.
También me acuerdo mucho de cuando subíamos a Pueyos. Tenemos muchas historias allí, el balancín de los columpios que usábamos de taxi, los gatitos de la familia que vivía allí, la casa que imaginábamos tener en las piedras... Una vez encontramos un cachorrillo recién nacido. Era de color crema, y todavía tenía la nariz rosa. Estaba escondido en un agujero, al lado de la ermita, y lo sacamos para jugar con él, hasta que nos vieron nuestros padres. Nos dijeron que lo dejásemos donde estaba, que podía tener pulgas, o algo peor. Nos dio mucha pena dejarlo, y aunque sabíamos que la madre andaba por allí, estuvimos días pensando en qué habría sido del pobre perrito.
Por no hablar de las Nocheviejas. De cuando se convirtieron en la excusa para maquillarnos, de que compramos brillantina y una especie de rímel de colores que era para el pelo. De la vela en forma de pirámide que nosotras mismas hicimos para el conjuro del nuevo milenio que leímos en alguna revista de aquéllas que nos comprábamos. Todavía no entiendo cómo pudo funcionar aquel molde de cartón, papel de aluminio y papel transparente, pegado con celo. Pero funcionó, y nos quedó una vela tricolor chulísima. Al año siguiente compramos dos velas en forma de flor. Todavía tengo la mía encima de mi mesa.
Podría llenar hojas y hojas de escenas, de momentos, de recuerdos. Quince años dan para mucho. Luego nos distanciamos por culpa de un terrible malentendido. Y aunque después lo aclaramos todo, ya nada volvió a ser igual. Durante aquel periodo, nuestras vidas tomaron caminos distintos y ya no supimos volver atrás. Ahora tú vives lejos de casa, como siempre quisiste, y cada vez es más complicado coincidir. Sin embargo es bonito que, aunque sólo sea de vez en cuando, podamos quedar a tomar un café para ponernos al día de nuestras vidas. Y hablemos de los viejos tiempos, igual que hacen María y mi madre. Igual que haría la tuya.